La última Nochevieja de la Humanidad by Niccolò Ammaniti

La última Nochevieja de la Humanidad by Niccolò Ammaniti

autor:Niccolò Ammaniti
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama
publicado: 1996-08-09T22:00:00+00:00


La jornada en el instituto fue interminable.

Las horas se dividían en minutos sin fin, en segundos tan largos como horas. Las clases parecían moverse a cámara lenta.

Fue a la biblioteca, pero tenía que hacer un esfuerzo para estudiar. Su investigación no progresó. Tenía ganas de hablar con alguien, pero ahí dentro cada cual estaba encerrado en un cascarón de silencio y concentración.

Decidió salir.

Fue a almorzar a un bar italiano. Comió berenjenas a la parmesana, que en vez de mozzarella tenían queso fundido corriente, y dos emparedados con setas y lechuga. Habló del tiempo con el hijo del gerente, Jay, que de italiano solo tenía los zapatos de Gucci.

Luego paseó un poco por Hyde Park, a pesar del frio intenso que le quemaba la nariz y le arrancaba las orejas. Vio las carpas inmóviles bajo la capa de hielo. Cisnes comiendo restos de pollo con curry y patatas fritas.

Cuando volvió a la biblioteca faltaban dos horas para las seis.

«¡Demasiado! ¡Una eternidad!»

En todo ese tiempo sólo consiguió escribir un par de páginas desganadas. A las seis menos diez estaba sentada en los escalones, arrebujada en la bufanda, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre las manos.

Le vio llegar desde lejos.

Era fácil de reconocer. Se rió para sus adentros. Conducía un Alfa 75 rojo brillante, de lo más hortera. Tenía las ventanillas abiertas y por ellas salía la voz de Pavarotti cantando «O’ solé mió».

Clive.

El viejo Clive. El joven pintor. El único de todo Londres que llevaba en el coche todos los éxitos de la música napolitana. El único que era capaz de comer ñoquis a la sorrentina durante mes y medio. Clive de las Shetland, pequeñas islas heladas del extremo norte de Escocia, que jamás había estado en Italia.

El Alfa se detuvo justo al pie de la escalinata, zumbando y escupiendo gas negro. De él salió Clive.

Un buen mozo. Alto. Espigado. Pelo largo rubio ceniza, recogido en una cola de caballo. Ojos grises con una perenne expresión divertida. Una boca grande, y algún diente torcido. Ese día llevaba puestos unos pantalones de pana manchados de pintura al óleo, un par de doctor Martens gastadas, una camiseta negra, un jersey con agujeros y un impermeable azul marino con el forro descosido.

—Venga, vamos, que llegamos tarde... —le gritó.

—¡Ya voy! —dijo Francesca levantándose y recogiendo el bolso—. Eres tú el que llega tarde...

Le abrió la puerta del coche.

Se adentraron en el tráfico.

—¿Dónde te habías metido? ¡No se te ve el pelo! —le preguntó Clive accionando el radiocasete.

—He tenido que estudiar una barbaridad. Este último mes habré visto como mucho a tres personas fuera de este maldito instituto. No puedo más. Y tú, en cambio, ¿qué has hecho?

—Bah, poco, prácticamente nada. Hace un montón de tiempo que tengo que terminar unos cuadros para una exposición en Liverpool, pero me he atascado... Estoy perdiendo el tiempo.

—¿Cómo?

—Doy vueltas sin rumbo fijo. Duermo. Me harto de dormir.

—¿Y Giulia?

—¿No sabes nada? Lo hemos dejado, es decir, me ha dejado... Se ha vuelto a Milán. Con su ex.



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